El día 1 de
noviembre de 1950, el papa Pío XII declaró dogma de fe la Asunción de la Virgen
María a los cielos.
Pío XII, en la misma Constitución
en que declaró el dogma, exponía que «los argumentos y razones de los Santos
Padres y de los teólogos a favor del hecho de la Asunción de la Virgen se
apoyan, como en su fundamento último, en las Sagradas Letras, las cuales,
ciertamente, nos presentan ante los ojos a la augusta Madre de Dios en
estrechísima unión con su divino Hijo y participando siempre de su suerte. Por
ello parece como imposible imaginar a aquella que concibió a Cristo, le dio a
luz, le alimentó con su leche, le tuvo entre sus brazos y le estrechó contra su
pecho, separada de Él después de esta vida terrena, si no con el alma, sí al
menos con el cuerpo. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como observador
fidelísimo de la ley divina, ciertamente no podía menos de honrar, además de su
Padre eterno, a su Madre queridísima. Por consiguiente, pudiendo adornarla de
tan grande honor como el de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro,
debe creerse que realmente lo hizo».
Añadía el Papa: «A la manera que
la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de su más
absoluta victoria sobre la muerte y el pecado, así la lucha de la
bienaventurada Virgen, común con su Hijo, había de concluir con la
glorificación de su cuerpo virginal...[1]
Sigamos e imitemos a María, un
alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida podrá transformarse en
un Magníficat (cf. Ecclesia de Eucharistia, 58),
en una alabanza de Dios.[2]
Signo del destino final de todos los creyentes, y por
esto ya motivo de gozosa fiesta de todos nosotros….Fiesta de cada uno que se ve
en María, que en su totalidad se contempla gloriosa y llevada al cielo por
Jesús.
Los Franciscanos se distinguieron siempre en la devoción
a la Virgen y en particular a María Asunta al cielo en cuerpo y alma. Entre
todos recordamos a San Antonio, Doctor evangélico, quien es también recordado
como Doctor del Dogma de la Asunción y después de él las grandes lumbreras de la Orden Seráfica: San
Buenaventura, el Beato Juan Duns Escoto, San Bernardino de Siena, San Leonardo
de Puerto Mauricio y muchos otros, fieles seguidores del Pobrecillo, que, como
San Maximiliano María Kolbe hicieron de la devoción a María la guía e
inspiración de su vida religiosa y de toda su actividad.
La liturgia la presenta exultante: “Un gran portento apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol y la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”.[3]
La liturgia la presenta exultante: “Un gran portento apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol y la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”.[3]
María goza pues ya y completamente, en cuerpo y alma, de
la alegría de la visión celestial, la alegría de estar nuevamente con su Hijo
en medio de los coros angélicos. Y esta es una puerta de esperanza para
nosotros que, viviendo en el bien, podremos llegar al cielo.
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