Desde hace largo tiempo, Francisco ya no es aquel desenvuelto y jovial
cabecilla de la juventud que fuera otrora. Anda sumido en sus pensamientos;
tiene pesadillas; todavía no sabe exactamente qué es lo que quiere ni qué le
pasa; sólo tiene clara una cosa: se han desvanecido los sueños de caballería,
no ha encontrado la felicidad en el camino de la guerra. La cautividad en la
cárcel de Perusa y la enfermedad lo han vuelto ensimismado y pensativo.
Tampoco
en su casa le van bien las cosas: los ambiciosos proyectos de su padre no son del agrado de Francisco;
Pietro di Bernardone y su sentido del comercio no casan con la manera de ser ni
con la sensibilidad de Francisco. En el fondo, ha roto ya con el hogar paterno.
Busca lugares solitarios donde entregarse a la oración, rehuye la vida de
sociedad, se va a vivir con los leprosos. Y entonces vive una experiencia
revulsiva: lo amargo se le transforma en dulzura, las náuseas producidas por la
visión de la lepra se le tornan compasión, y siente una sensación nueva:
encuentra alegría, más aún, dulzura, ternura. Mientras, sobreponiéndose a sí
mismo, estaba besando al leproso, se redescubrió a sí mismo, se experimentó de
una forma nueva, se autoconoció desde otra dimensión.
Descubrió que tenía nuevas posibilidades. En el horizonte brillaba algo
distinto de la guerra y el comercio, aunque no podía captar todavía en qué
consistía exactamente. Lo importante en aquel entonces era que
estaba completamente abierto e incondicionalmente dispuesto a dar un cambio a
su vida. Había aprendido,
gracias a los acontecimientos, a captar nuevos criterios, a percibir unos
valores que antes no le habían preocupado o ante los cuales había pasado con
repugnancia: Dios y los leprosos. Mediante el encuentro con Dios y con los
leprosos se vio transformado. Tal vez presiente una dirección superior en su
vida.
Envuelto en tales sentimientos de anhelante búsqueda y de incondicional
apertura, «anda un día cerca de la iglesia de San Damián, que estaba casi derruida y abandonada de
todos. Entra en ella, guiándole el Espíritu, a orar, se postra suplicante y
devoto ante el crucifijo, y, visitado con toques no acostumbrados en el alma,
se reconoce luego distinto de cuando había entrado. Y en este trance, la imagen
de Cristo crucificado -cosa nunca oída-, desplegando los labios, habla desde el
cuadro a Francisco.
Llamándolo por su nombre: "Francisco -le dice-, vete, repara mi
casa, que, como ves, se viene del todo al suelo". Presa de temblor, Francisco
se pasma y como que pierde el sentido por lo que ha oído. Se apronta a
obedecer, se reconcentra todo
él en la orden recibida» (2 Cel 10a; cf. TC 13).
El relato de Celano describe con exactitud la situación en la que
debemos colocar la oración. Por desgracia Celano no nos ha transmitido el texto
de la oración. Pero lo han transmitido antiguos manuscritos, que la han
conservado junto con otras oraciones del Santo, precisando que éste la recitaba
frecuentemente en lengua vulgar y que la enseñó a rezar a sus compañeros.
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Oh! Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento. Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento. San Francisco de Asís
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viernes, 23 de mayo de 2014
Desde hace largo tiempo, Francisco ya no es.....
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