Veinte años trabajó Francisco en la viña del
Señor, comprometido siempre, ferviente en las oraciones, ayunos, vigilias,
predicaciones y correrías apostólicas, en el cuidado y compasión del prójimo.
Había amado a Cristo con todo el corazón,
recordándolo siempre, alabándolo con su boca y glorificándolo con sus obras. Al
sólo nombre de Jesús se le derretía el corazón y proclamaba que toda rodilla,
en el cielo y en la tierra, debían postrarse al oírlo. Ese era su único tema de
conversación. Llevaba siempre a Jesús en el corazón, en los labios y en los
oídos, en los ojos y en las manos. Muchas veces, al oírlo mencionar se olvidaba
de comer y, si iba de camino, invitaba a todas las criaturas a alabarlo.
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Un día el médico Buongiovanni,
amigo suyo, forzado por el Santo a decir la verdad, le confesó sin rodeos que
su mal era incurable y que moriría a finales de septiembre o, a lo sumo, en los
primeros de octubre.
Oído lo cual,
exclamó: ¡Bienvenida mi hermana muerte!. También un fraile, tal
vez fray Elías, le comunicó su próxima partida y, para preparar su ánimo, le
dijo que su muerte, aunque dolorosa para los hermanos y para muchísimas
personas, para él supondría un gozo infinito, el descanso de sus fatigas y la
mayor de las riquezas. Y lo invitó a dar a todos ejemplo de serenidad y gozo.
La respuesta de Francisco fue llamar a fray Ángel y fray León y ponerse a
cantar el Cántico del hermano Sol, al que le añadió una nueva estrofa, que
decía: Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de
la que ningún hombre vivo puede escapar. ¡Ay de los que morirán en pecado
mortal! ¡Dichosos los que encontrará en tu santísima voluntad, pues la muerte
segunda no le hará mal.
Francisco yacía moribundo. A los
presentes les pareció la señal de que había llegado el momento. Le faltaban
dos o tres meses para cumplir 45 años. Había servido al Señor durante más de 20
y los dos últimos los vivió crucificado y gravemente enfermo. Uno de
los muchos hermanos presentes vio su alma elevarse como una estrella, grande
cuanto la luna y brillante como el sol, sobre una nubecilla blanca. Muy lejos
de allí, en el sur de Italia, fray Agustín de Asís moría a la misma hora,
exclamando:¡Espérame, padre, espérame, que me voy contigo!. Otro fraile
lo vio vestido de diácono y seguido de un cortejo de personas que le
preguntaban: ¿No es ese Francisco?", ¿No es Cristo?, y el
fraile a todos respondía que sí, pues a todos les parecía la misma persona.
También el obispo Guido, ausente de Asís por una peregrinación, lo vio en
sueños que le decía: Mira, padre, dejo el mundo y me voy a Cristo.
La elección de la sepultura de San Jorge no podía ser más acertada:
aquella iglesia había sido la parroquia y la escuela de Francisco, y allí
predicó por primera vez, después de la aprobación de la Regla.
Su cuerpo fue depositado en un
rústico sarcófago de piedra, protegido por una sólida jaula de hierro y una
caja de madera. Allí permaneció durante cuatro años, mientras se construía una
nueva iglesia para la sepultura definitiva. Dos frailes se instalaron en el
anejo hospicio para pobres de los canónigos, para custodiar permanentemente el
sepulcro. Fueron incontables los milagros que el Señor realizó durante esos
cuatro años en San Jorge, por intercesión del Santo.[1]
Editado por Lic. Susana Moreno
Catequista
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