He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por
nombre Emmanuel
En la genealogía de Jesús, el Salvador que tenía que venir y nacer de
María, se muestra cómo la obra de Dios está entretejida en la historia humana,
y cómo Dios actúa en el secreto y en el silencio de cada día.
Al mismo tiempo, vemos su seriedad en cumplir sus promesas. Incluso Rut
y Rahab (cf. Mt 1,5), extranjeras convertidas a la fe en el único Dios, son
antepasados del Salvador.
El Espíritu Santo, que había de realizar en María la encarnación del Hijo, penetró, pues, en nuestra historia desde muy lejos, desde muy pronto, y trazó una ruta hasta llegar a María de Nazaret y, a través de Ella, a su hijo Jesús. «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel» (Mt 1,23).
El Espíritu Santo, que había de realizar en María la encarnación del Hijo, penetró, pues, en nuestra historia desde muy lejos, desde muy pronto, y trazó una ruta hasta llegar a María de Nazaret y, a través de Ella, a su hijo Jesús. «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel» (Mt 1,23).
¡Cuán espiritualmente delicadas debían ser las entrañas de María, su
corazón y su voluntad, hasta el punto de atraer la atención del Padre y
convertirla en madre del “Dios-con-los-hombres”!, Él que tenía que llevar la
luz y la gracia sobrenaturales para la salvación de todos.
Todo, en esta obra, nos lleva a contemplar, admirar y adorar, en la
oración, la grandeza, la generosidad y la sencillez de la acción divina, que
enaltece y rescatará nuestra estirpe humana implicándose de una manera
personal.
Además, vemos cómo fue notificado a María que traería a Dios, el Salvador del Pueblo. Y pensemos que esta mujer, virgen y madre de Jesús, tenía que ser a la vez nuestra madre.
Además, vemos cómo fue notificado a María que traería a Dios, el Salvador del Pueblo. Y pensemos que esta mujer, virgen y madre de Jesús, tenía que ser a la vez nuestra madre.
Esta especial elección de María —«bendita entre todas las mujeres» (Lc
1,42)— hace que nos admiremos de la ternura de Dios en su manera de proceder;
porque no nos redimió —por así decirlo— “a distancia”, sino vinculándose
personalmente con nuestra familia y nuestra historia.
¿Quién podía imaginar que Dios iba a ser al mismo tiempo tan grande y
tan condescendiente, acercándose íntimamente a nosotros?[1]
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